Nos despedimos de Oporto y, otra vez, al llegar el momento nos damos cuenta de Oporto es mucho, de que nos ha faltado tiempo, de que nos
vamos con sensación de hambre y de que se nos queda mucha ciudad pendiente para la próxima. La conclusión en parte nos apena, nos hubiera gustado poder disfrutar de ella un poco más, pero también resulta un excelente aliciente. En la agenda vital dejamos grabado a fuego que no tenemos más
remedio que repetir pronto. Oporto se lo merece.
En vez de elegir la carretera directa a
Povoa de Varzim, hemos optado por hacer la salida de Oporto hacia el oeste, por Matosinhos, siguiendo
la ribera del Duero hasta llegar a la desembocadura. Son algunos kilómetros más, pero acertamos de pleno. A partir de ahí, giramos en
dirección norte y, siempre en paralelo al Atlántico, nos hemos ido encontrando con
vías ciclistas y unos paseos peatonales de madera entre dunas que nos han hecho
el viaje verdaderamente agradable. Placentero es el adjetivo que más veces
hemos repetido durante el día.
Hasta Angeiras el paseo se convierte en una marcha triunfal de playa en playa,
una auténtica delicia, un lujo. Además, el tiempo nos acompaña y la temperatura es la ideal para andar en bici. Desde ahí tenemos que dejar circunstancialmente la
ribera y nos metemos por una carretera adoquinada. El traqueteo nos molesta y nos machaca la espalda aunque, por
suerte, no son muchos kilómetros. Nos incorporamos a la N13 y el resto resulta ya
fácil de andar hasta Vila do Conde.
Dice Saramago que en Vila do Conde hay mucho que ver y señala “una picota con un brazo armado de espada, figuración de una justicia que no precisa que le venden los ojos porque no los tiene”, la iglesia parroquial de Santa María de la Asunción y el convento de Santa Clara. Nosotros hacemos oídos sordos a las palabras del premio Nobel y nuestra atención se vuelve a detener y otra vez nos vuelven a gustar muchos rincones indefinidos, poco ortodoxos. Nos fijamos en una esquina de la plaza, en un café, en las barcas en el puerto y nos preguntamos cómo no hemos sido capaces de descubrirlos cuando veníamos por aquí con frecuencia. Concluimos que la nueva percepción está favorecida por la velocidad a la que nos permite desplazarnos la bicicleta, gracias a la cual las posibilidades de apreciación son sensiblemente superiores a las que tenemos cuando nos movemos en coche. Nos congratulamos de haber elegido esta forma placentera de viajar a lomos de estos vehículos tan ecológicos, tan cercanos, tan agradecidos y tan autónomos que se llaman bicicletas y que tantas cosas buenas nos aportan.
Desde Vila do Conde seguimos la costa por
el carril-bici hasta Póvoa de Varzim. Cuando llegamos ya llevamos recorridos unos
46 kilómetros y empezamos a acusar el cansancio. Hacemos sin prisas el largo
del paseo marítimo de sur a norte. Al pasar frente al Grande Hotel rememoramos un
montón de cosas de nuestro pasado en la villa, a la que hemos venido con frecuencia en Navidades. Durante bastantes años Povoa de Varzim era la cita familiar obligada para entrar con buen pie todos juntos en el nuevo año. ¡Cuánto
ha cambiado todo! Nosotros también.
Estamos ya cansados. Quemamos los últimos
cartuchos para acometer los 7 kilómetros que nos separan de Laúndos, donde está el entrañable Sao Félix Hotel en el que nos alojamos. Tal como habíamos quedado, cuando
llegamos al cruce, llamamos al dueño del hotel, Nuno Ferreira, para que nos baje a recoger. ¡Qué
gusto! Con 54,6 kilómetros en las piernas, ya no hubiéramos podido con la cuesta que nos separaba del monte San Félix.
La entrada en el hotel se convierte en un revuelo de recuerdos apelotonados. Otra vez aquí.
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