domingo, 1 de abril de 2012

Oporto, los encantos silenciosos

Viernes, 30 de marzo 2012

Nos cuesta dios y ayuda deshacernos de las sábanas. A una hora intempestiva, totalmente impúdica, improcedente, el despertador nos zarandea para decirnos a gritos que tenemos una cita importante. Hay que estar en Valença do Minho a las 7 de la mañana y previamente hacer 180 kilómetros en coche. En contra de lo previsible, la llamada de Portugal nos proporciona unos bríos de los que carecíamos para ponernos en marcha.

Volvemos a estar en ruta y volvemos a percibir cómo se va produciendo la mutación habitual. Nuevamente, a pesar del sueño intenso, nos va invadiendo una consecuente sensación de movimiento, de itinerancia, se va asentando en nosotros la impronta trashumante. Poco a poco empezamos a notar los efectos de esa borrachera imprecisa que inevitablemente implica sentirse viajero.

Desembarcamos con las bicis en Porto Campanha a eso de las 9:45 y nos dirigimos directamente al Boavista Guest House, en el que ya habíamos estado la vez anterior (para los detalles entrar en el apartado Paradas en el camino).

Decidimos dejar las bicis en el hotel y recorrer Oporto a golpe de zapatilla.

En el camino hacia el centro, avanzar con el plano en la mano o desplegarlo en un cruce de calles es el mejor reclamo para que vayan acercándose todas las especies locales de portugueses: gente acelerada que se para convencida de que sin su ayuda estás perdido, pedigüeños que huelen la posibilidad de encontrarse algún euro fácil, personas atentas que por encima de todo se empeñan en llevarte a donde no pretendes, algún joven con la clara intención de hacer prácticas de lengua extranjera, curiosos pertinaces empeñados en meter la nariz en cualquier parte y otros tipos variados de razas urbanas. Todo el espectro va surgiendo por entre las esquinas conforme avanzas con el plano en la mano hacia el centro de la ciudad.

Oporto es una ciudad histórica que, como tal, encierra miles de tesoros. Pero, casi con seguridad, los más preciados no son los más llamativos. El paseo por sus calles, las fachadas, sus colores y su “aire” determinan de forma muy marcada su carácter. Posiblemente sean esas sensaciones callejeras más identificativas que la Sé Catedral, la torre dos Clérigos, la estación de San Bento, el palacio de la Bolsa, la iglesia de San Francisco, el legendario café Majestic o la célebre librería Lello . Hay mucho Oporto atractivo escondido en sus calles, en sus adoquines, en sus fachadas, sin necesidad de recurrir a sus grandes monumentos. En esto -y sin que sirva de precedente-, no estoy de acuerdo con Saramago que “acepta los principios básicos que mandan prestar atención a lo antiguo y pintoresco y despreciar lo moderno y banal”. Dice el premio Nobel que “tiene el viajero la buena justificación de ser de bellezas grandes su búsqueda”, lo que en principio puede parecer saludable, pero no siempre es la mejor premisa. No es una regla universal que lo más interesante lo vayamos a encontrar en los grandes legados históricos, ni que la belleza de las cosas pequeñas no sea una gran belleza. Muchas veces la maravilla nos la tropezamos sin querer, escondida en cualquier esquina. Depende –y mucho-, de los ojos del observador y de sus intenciones.


La primera sensación, que se percibe desde la piel aunque luego se confirma, es que Oporto no es de belleza impactante, no es espectacular, no es descarada. Muchas ciudades despliegan arrolladoramente sus excelencias, las evidencian ostentosamente. Es fácil asociar la ciudad a sus referencias importantes, a significados edificios y a los monumentos que la realzan, se airean a los cuatro vientos los argumentos en los que basan su fama y muestran con generosidad sus encantos. Reparten por doquier y a manos llenas sus atributos principales y sus tesoros ocultos, sus grandezas. En el caso de Oporto, su grandeza es de letra pequeña y hay que irla descubriendo poco a poco, desperdigada sin ostentaciones por toda la ciudad. De manera sigilosa Oporto reparte pudorosamente sus múltiples atractivos por todos los rincones del casco antiguo. La ciudad está así impregnada  de un carácter muy especial, distinto, a todas luces menos estruendoso pero equiparable al de las urbes más tentadoras. Por eso resulta imprescindible recorrer sus calles sin prisas y con los sentidos bien despiertos para disfrutarla plenamente, para poder descubrir todos esos tesoros escondidos que encierra y que pueden surgir de improviso desde cualquiera de sus rincones.

Hemos querido hacer el descenso por esa incierta Escalera de las Verdades que Saramago propugna, en la que “los chiquillos juegan a lo que pueden y hay grandes flámulas de ropa tendida en los edificios que pudieron crecer hasta el primer piso”.

Al final, concluimos con él que efectivamente Porto es “un estilo de color, un acierto, un acuerdo entre el granito y los colores de la tierra”, y terminamos la jornada convencidos de que la auténtica historia de Oporto la hemos encontrado en la ropa colgada en la calle, en alguna fachada desconchada y entre las luces y las sombras de un boqueante mercado del Bolhao que se agita contra el tiempo, luchando por seguir manteniendo sus señas de identidad.

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